La intercesión divina, cuyo fin es mitigar los efectos de la ley cósmica de causa y efecto [el karma] por la cual el ser humano sufre a consecuencia de sus errores, estaba presente en el corazón mismo de la misión de amor que Jesús hubo de cumplir en la tierra. [...] Jesús vino a mostrar la misericordia y la compasión de Dios, cuyo amor es un refugio que nos protege, incluso, del rigor de la ley.
El Buen Pastor de almas abrió sus brazos para recibir a todos, sin excluir a nadie, y mediante la atracción del amor universal impulsó al mundo a seguirle en el sendero hacia la liberación, a través del ejemplo
de su espíritu de sacrificio, renunciamiento, capacidad de perdón, amor por igual para amigos y enemigos y, sobre todas las cosas, amor supremo por Dios.
Ya fuera como el pequeño bebé en el pesebre de Belén, o como el salvador que sanaba a los enfermos, resucitaba a los muertos y aplicaba el bálsamo del amor sobre las heridas de los errores, el Cristo presente en Jesús vivió entre los seres humanos como uno más, para que también ellos pudieran aprender a vivir como dioses.
La Conciencia Crística: unidad con el infinito Gozo e Inteligencia de Dios que impregna la creación entera
Para llegar a comprender la magnitud de una encarnación divina, es preciso entender el origen y la naturaleza de la conciencia que se halla encarnada en un avatar. Jesús se refirió a dicha conciencia al declarar: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10:30) y « Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Juan 14:11). Aquellos que unen su conciencia a Dios conocen tanto la naturaleza trascendente del Espíritu como su naturaleza inmanente: la singularidad de la siempre existente, siempre consciente y eternamente renovada Dicha del Absoluto No Creado, así como también la miríada de manifestaciones de su Ser en la infinitud de formas en las cuales Él se diversifica para dar lugar al variado panorama de la creación.
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